95 años del Papa Ratzinger, una vida de esperanza al servicio de la verdad
Por: Esther Gómez, directora nacional de Formación e Identidad, Universidad Santo
Tomás, y miembro de Nuevos Discípulos de Joseph Ratzinger / Papa Benedicto XVI
Fue un 16 de abril de hace más de 95 años cuando vio la luz el pequeño de la familia Ratzinger,
al sur de Alemania. Ese día era Sábado Santo, y ese detalle marcó su vida, según dice él mismo,
por ser aún Semana Santa, pero a las puertas de la Resurrección, cosa que, como escribe en su
autobiografía:
“Cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia
humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos
confiadamente hacia ella” (Mi vida).
Sábado ha sido también el día de su nuevo nacimiento, así llamaban los primeros cristianos a
este paso a la vida eterna, y que nos deja con sensación de orfandad y a la vez de esperanza.
Si miramos su vida, han sido unos años transidos de esa actitud ante la vida, llena de esperanza
y anhelo, de estudio y cátedra universitaria, y a la vez de labor pastoral, de iniciativas
académicas junto a un servicio a la Iglesia desde misiones y tareas cada vez de mayor
responsabilidad.
Sí, su camino fue humilde pero grande a la vez. Humilde porque se sabía criatura, pero grande a
la vez, porque se sabía amado por un Dios que “mira la humillación de su esclava”. Esta vivencia
es radical en él: “El hombre es un ser relacional, dice en su libro sobre La infancia de Jesús.
Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre – la relación con Dios- entonces ya
no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden”. Cuantos hemos tenido la gracia
de verlo o saludarlo, más si han conversado con él, hemos podido percibir en su mirada y en sus
gestos ese orden que procede del amor de Dios, pues igual que él se sabe criatura amada así lo
proyecta en los demás, que perciben la atención especial que brinda a cada persona.
En los inicios de su camino, era un sencillo seminarista que se formó y estudió en la posguerra
mientras profundizaba en la belleza de la liturgia y se dejaba seducir por la fuerza de San
Agustín.
Desde entonces supo siempre buscar un equilibrio entre las inquietudes intelectuales y su
carrera académica, una de las más prometedoras de entonces, con la vida profunda de creyente
y de sacerdote orante y celebrante lleno de celo por la salvación de las almas.
Pasando por el novel sacerdote que se inició en sus labores pastorales, en una pequeña
parroquia aprendiendo de un buen sacerdote, mientras aprovechaba cada minuto para investigar
y escribir sus tesis.
El profesor que postula a cátedras universitarias de Teología en varias Universidades alemanas,
y que sufre, en medio de esa carrera ascendente, la pérdida de sus padres, lleno de dolor. Que
sabe generar diálogo a su alrededor con personas de todo tipo y postura de pensamiento, con
los que crea y mantiene amistades duraderas vida y lazos de cercanía, como cuentan sus
discípulos directos.
Pero también es valiente, y asume desafíos académicos que le permitan profundizar y crecer en
los talentos intelectuales que sabe Dios le ha dado, no para su bien sino para el de la Iglesia.
Humilde ante la petición de asumir la tarea de pastor como Obispo de Munich, en Baviera.
Misión en que entregó tanta solicitud, enseñanzas y entrega que, al despedirse del pueblo
bávaro unos años después para ir a Roma para dirigir la Doctrina de la Fe, a solicitud de Juan
Pablo II, sus fieles le están muy agradecidos.
En Roma continuó dedicándose al estudio y a la teología, con el beneplácito de Juan Pablo II,
que conocía su obra más famosa: Introducción al cristianismo, que tanto bien ha hecho por
plantear las cuestiones de fe de una manera novedosa y a la vez de siempre. Trabajaron juntos
el corazón inteligente y ardoroso, el del Papa polaco, potenciado por la inteligencia ordenada y
fiel del prefecto alemán.
Años muy fructíferos los de la primera etapa de Roma, pero a la vez sacrificados, de
ocultamiento y de incomprensiones. También de enfermedades, hasta el punto de solicitar en
repetidas ocasiones la renuncia, siempre relegada. Quizás Juan Pablo II lo preparó en la
dimensión humana para continuar su tarea.
La sorpresa de su elección como Papa Benedicto, “humilde obrero de la viña del Señor”, fue
para él un nuevo paso en su misión, la de siempre, como “colaborador de la verdad”, sólo que
esta vez desde el centro de la cristiandad. Fecunda y rica en el testimonio de la verdad, y sólo
desde la verdad.
Su unión con Dios en equilibrio con sus tareas pastorales, le dieron la fuerza para acometer con
toda la energía de un hombre de 78 años, la misión de guiar la barca de Pedro. Sólo por su
confianza en Dios aceptó la cátedra de Pedro cuando lo que deseaba era retirarse a descansar
con su hermano a Baviera, pues sabía que sería impulsado y sostenido por una fuerza más
grande que él, fuerza que le hizo asumir con valentía la verdad de las miserias de algunos de
sus hijos y enseñó a otros a encararlo así, desde la verdad.
La luz del día de su nacimiento se hizo más patente en la nueva vida que libremente asumió tras
su renuncia: en la que, como fiel colaborador de la verdad, y en íntima relación con Cristo, su
gran amor, ha esperado confiado y entregado hasta el culmen: la Pascua eterna.
De forma humilde, como siempre quiso vivir, nos deja ahora para acompañarnos de otra manera.
Su vida entre dos sábados ha discurrido así, transida de esa luz y de una actitud de confiada
espera que ha sabido transmitir a muchos, a través del contacto personal o de sus obras. 95
años viviendo de esperanza, de amor y de fe, sobre todo de amor. Gracias, Papa Benedito XVI,
por tu ejemplo. Oramos por ti.